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La Gloria de la Perdición (Capítulo 4: Avaricia)


El conde John de Nazareth, un hombre distinguido de treinta años, alto y padre de dos hijos, solía visitar la mansión de Alouqua. Aunque su deber era entregar a los marginados de la sociedad como alimento para la Hija de la Oscuridad, se encontraba fascinado por la belleza e ingenio de Alouqua. La veía como una diosa y tenía intenciones serias de cortejarla, no por amor, sino por poder. Sin embargo, Alouqua era astuta y podía discernir los pensamientos de las personas, "escuchaba lo que sus demonios internos decían, lo que el hombre no podía decir por temor o rechazo".

Ese día en particular, el conde llevaba el alimento semanal en una carreta enjaulada. Las pobres almas que habían sido engañadas con promesas de una vida mejor fuera de la ciudad no tenían idea del cruel destino que les esperaba.

Al llegar al otro lado del lago con sus víctimas drogadas, el puente de piedra se elevó. Cruzó al otro lado y fue recibido por Gold.

—Buenas tardes, conde. La Gran Dama lo está esperando en la sala principal. Yo me encargo del resto. —Gracias.

John entró a la mansión y Gold llevó la jaula con el caballo hasta la parte trasera.

Mientras tanto, Darío, ajeno a la situación, se encontraba en otro salón contiguo a su nueva habitación que Alouqua le había asignado hasta el día de su matrimonio. El salón, decorado con sillones, una mesa central y cuadros, contrastaba hermosamente con el candelabro. Allí estaba Darío, sentado en uno de los cómodos sillones, con una bandeja de plata llena de bocadillos y una copa de vino junto a su botella. A su lado estaban Blue y Vermillion.

—Adelante, disfrute de su comida —dijo Blue, mientras Vermillion lo observaba con una sonrisa encantadora.

—Ustedes son demonios —declaró Darío.

—Eso suena despectivo. Pero sí, lo somos.

—Entonces, ¿ustedes comen lo mismo que Alouqua?

—Como su futuro esposo, pasaré por alto esa referencia.

—¿Cómo sé que estos manjares que me han proporcionado no provienen de la misma fuente que su dieta?

—Si fuera así, usted moriría. Lo que tiene allí son animales silvestres que yo misma cacé. Así que coma.

Darío tomó un bolillo de masa relleno con carne. Al morderlo, sintió un hormigueo en sus mejillas. Estaba perfectamente cocinado y sazonado con especias exóticas. Tras comer, tomó un poco de vino.

—Debo admitirlo. Está exquisito.

—Me alegra que le guste. Si aún tiene hambre después de comer, no dude en pedir más.

—¿Y tienen postre?

—Los postres no son aptos para el consumo humano. Pero prepararé el que usted desee cuando cene.

—Gracias. —Miró a Vermillion—. ¿Su compañera no habla?

—Ella es sordomuda. Pero su trabajo es impecable. Así que si necesita sus servicios, ella le entenderá perfectamente. Tiene la capacidad de leer los labios de las personas.

Darío aún no había asimilado completamente lo que estaba viviendo en ese momento. Prácticamente toda su vida la había pasado bajo las órdenes de su padre y trabajando todo el día para él. Pero ahora era como un pobre que se había ganado la lotería. Mientras comía otro bolillo y lo acompañaba con vino, se sintió desconcertado al recordar la actitud reticente de Alouqua cuando le dijo que fuera a comer en el salón.

—¿Puedo preguntar por qué no puedo comer en el comedor?

—Están preparando su comida en la cocina, que está junto al comedor. Creo que eso es todo lo que necesita saber.

—Entendido. No hay problema.

Darío continuó comiendo en silencio.

—Gracias, hermosa diosa, por recibirme una vez más en su hogar —dijo el conde al sentarse.

El salón, muy parecido al de Darío, contaba con una chimenea y una estantería llena de libros.

Alouqua ya estaba sentada frente a él, con una pierna sobre la otra y medio cuerpo reclinado.

—No me agradan las adulaciones.

—Mis disculpas.

—¿Y? ¿Cuántos has traído hoy?

—En total, cuarenta. ¿Es suficiente?

—Solo me durarán cuatro días. Mis sirvientas también necesitan comer.

—Entonces, dentro de cuatro días le traeré otros cuarenta.

—No será necesario. Ese día daré una fiesta.

—¿Cómo? ¿Va a estar allí, con los invitados?

—Esa noche tendremos un apetito voraz. Así que con cien invitados, estaremos bien.

John la miró horrorizado.

—¿Van a comer tantos en una sola noche?

—Solo la mitad.

Para él, eso seguía siendo demasiado.

—Supongo que no asistiré, entonces.

—Eres fundamental para mí. Necesito que vengas con tu familia. Lo pasarán bien, te lo prometo.

—¿Está segura?

White apareció con una bandeja de plata que contenía dos copas largas y una botella de espumante. La colocó en la mesa y comenzó a servir.

—Nunca me comería a mis aliados ni a sus familias —dijo, tomando una copa y dando un sorbo—. Eso sería poco ético para mí y mi raza.

—Entiendo —respondió el conde, tomando su copa y bebiendo casi todo su contenido—. ¿Ha pensado en lo que le propuse el otro día?

—¿Otra vez con eso?

—Sabe perfectamente que podría liberarse de esta jaula que llama hogar. Juntos podríamos destronar al rey. Imagínese, usted a mi lado como mi esposa. Seríamos los más poderosos del mundo.

—Ya sabe mi respuesta. No me relaciono con humanos.

La mirada despectiva de Alouqua no disuadió al conde de intentar plantear el tema nuevamente en su próxima visita. Así que cambió de tema con un suspiro de supuesta derrota,

—Por cierto, señorita Alouqua, ¿tiene la cuota?

Alouqua miró a White y esta salió de la habitación.

—Ya sabe, para mantener en silencio las desapariciones de su mercancía —dijo el conde con una sonrisa maliciosa.

Alouqua también sonrió, aunque fingidamente.

—Por supuesto.

White regresó con una bandeja más pequeña que contenía diez monedas de oro, cincuenta de plata y cinco de bronce, todas apiladas por categoría. Se las entregó al conde quien, sin contarlas, las guardó en una bolsita de cuero atada a su pantalón.

—Le informo que el próximo mes aumentaré la cuota.

White frunció el ceño. Alouqua lo miró con odio, pero no lo demostró.

—¿Y por qué es eso?

—Cada vez es más difícil conseguirle comida. Además, los precios de los alimentos y el costo de vida están subiendo. Un hombre como yo no debería rebajarse a vivir con la plebe. Usted me entiende.

Alouqua miró a White y ella relajó sus cejas.

—Te entiendo. Debes tener una vida muy difícil —dijo sarcásticamente, pero el conde no lo notó.

Tomó el último sorbo de espumante que le quedaba y se levantó.

—Bueno. Ya me tengo que ir. Piense en mi propuesta. No hay nadie más inteligente, guapo y ambicioso como yo.

—Ya le dije que no me relaciono con humanos. Pero, ya que insistes tanto, en mi fiesta tendrá la respuesta.

John sonrió.

—Espero que sea un sí. Nos vemos.

Después de que White lo acompañara hasta la entrada principal para despedirse, regresó a la sala donde estaba su señora.

—Ese maldito tendrá su merecido —dijo White, enérgica.

—¿Gold tenía su caballo preparado para su salida?

—Así es.

—Ya debió haber terminado de cocinar. Iré al comedor. Dile a Blue y a Vermillion que también vayan.

—¿Y Darío?

—Acompáñalo hasta que yo termine de cenar. Necesito demostrarle que no seré mala con él.

—¿De verdad ama a ese humano?

—Desde el día en que lo conocí en el orfanato.


© Benjamin Noir