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Sabe a siempre

El muro principal, el que recibía al viajero con una promesa de cobijo y temple tras sus gruesas piedras centenarias, se levantaba en un pequeño recodo del camino, la vista clavada al este, saludando con entereza cada nacimiento del nuevo sol.
A media altura entre el portón de madera noble, recuerdo de carros y balas de heno, y el tejado a dos aguas sustentado por sendas vigas cruzadas, se abrían dos ventanales, uno grande y casi ostentoso que la mayor parte del día mantenía las contraventanas cerradas, misteriosamente poseído por un imposible sentimiento de humildad ante su compañera, como si no deseara ofender la minúscula mediocridad de ese otro vidrio, ajado y algo vahído, pero con los párpados de roble abiertos siempre de par en par, justificando, si no su utilidad, casi nula, si su derecho a ser, mucho más allá de su impuesto derecho a estar. A lo mejor exagero, la mente de un niño siempre juega a fantasmagorías, cualquiera sabe.
A menos de veinte metros, en el camino que serpenteaba a través de maizales y arboledas, mientras...