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Reencuentro tras el diluvio de tormentos
 Sin tiempo de reacción, sin conjeturas, sin análisis; con la corteza frontal cual timón perdido; y con el bulbo raquídeo como única vela marcando el devenir de su cuerpo a la deriva en el mar de alegría entremezclada con extrañeza.

 Cual velero a merced del viento, anulado por los derrames de cualquier atisbo de función compleja de su mente. Sólo su desbocado corazón. Sólo sus ojos, sobrecargados por la midriasis de las pupilas, espejos de la silueta que amanecía sobre el horizonte de la escalera.

 En menos de un segundo, el saludo de la joven arribó hasta él como suave brisa, recuperando de nuevo sus engranajes mentales, que arrancaron irremediablemente envueltos en el sonido de una broma: la gasolina, esencia y refugio de su ser. «Ya no voy a poder hurgarme la nariz», dijo tras mostrar el violentado muñón en el que se había transformado su dedo índice. Pese a mostrar su herida en un amalgama con la sonrisa de su rostro, no obtuvo más respuesta que una imagen de preocupación y de desaliento: palpable en la marcada concavidad de los labios, transparente en el incipiente vitreoso de los ojos.

 Intentaría ahogar la visible angustia a base de avivar su inventiva y concatenar una nueva pirueta de ingenio vocal. No obstante, la nueva chanza en estado embrionario fue rápidamente abortada: forzado, su nido de falanges aterrizó sobre la mejilla de su compañera, guiado y envuelto por las menudas manos de uñas cortas color rosa palo.

 Retirarse de inmediato, el primer instinto: tener su asquerosa tara al lado de aquel inmaculado rostro le parecía algo aberrante y fuera de lugar. Nadie intenta mejorar a la Venus de Milo añadiéndole brazos; de igual forma, tampoco se intenta mejorar a la Libertad de Delacroix cubriéndola con un nuevo y caro vestido. La perfección que tenía al frente no necesitaba ningún tipo de añadido, mucho menos uno grotesco que estropease la obra de arte de carne y hueso que era aquella mujer que confrontaba sus pupilas.

 Con fortuna, se zambulló perdido y sin retorno en la inmensidad de sus galaxias marinas y, con sólo un instante, el índice ausente se deslizó en el olvido, entretejido tras los largos cabellos café tueste canela. El calor ilógico que sentiría después hizo el resto. La mejilla, fusionada ahora con la palma de su mano, había sido sacudida por la inclemencia del viento en largas travesías en moto a través de la gélida noche. El frío, lo lógico; el frío, lo evidente y esperable por cualquier otra persona en su misma situación. Y pese a todo, fue imposible evitar recibir más que calor con aquel gesto, así como una sensación reconfortante que embriagó la total extensión de su cuerpo.

 Imprecisos quedaron el blanco pasillo a gotelé; las puertas con sus marcos y picaportes; el rellano compartido; las agonías previas; y las voces de los vecinos que permeaban las paredes, ecos resonantes en una frecuencia que era incapaz de ser captada por sus oídos.

 Todo difuso, todo emborronado; la nitidez de la diosa envuelta en un cremoso desenfoque gaussiano, como si la hubiera enfocado con sus ojos convertidos en uno de los objetivos retrateros de su cámara, y con el diafragma del mismo completamente abierto.

 Fue justo entonces cuando realmente supo que estaba vivo. El primer indicio fue el disparo que, maniatado, recibió horas antes y que resultó fallido; la confirmación irrefutable había llegado después, al quedar cautivo de los abrumadores ojos de su reina divina: imposible que el Cielo, el Olimpo, el Elysum, el Valhalla, el Nirvala, un simple sueño eterno o un estado comatoso pudiesen albergar una copia igual de perfecta que la poesía visual que tenía al frente, llenando su alma.

 Con sorpresa, fue testigo del completo efecto que revelar su quebranto había causado: el alma de la joven, condensándose en los lagrimales; y el permafrost, fundido. Ignoró la pregunta sobre el origen de su lesión, a pesar de encontrarse ésta regada con lágrimas; sólo se limitó a decir:

«Te he echado de menos».

© M.K.