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El Columpio de los Recuerdos
En el pequeño parque de la ciudad, al final de una callejuela empedrada, se alzaba un columpio antiguo. Su asiento de madera desgastada y sus cadenas oxidadas parecían susurrar secretos al viento. Los niños del vecindario lo llamaban “El Columpio de los Recuerdos”.

Cada tarde, cuando el sol comenzaba a descender, los niños se congregaban alrededor del columpio. Se turnaban para mecerse en él, sintiendo cómo el viento acariciaba sus rostros y sus cabellos. Pero no eran solo risas y juegos lo que compartían; el columpio tenía una magia especial.

Los más ancianos del pueblo decían que el columpio estaba imbuido de las memorias de generaciones pasadas. Cada niño que se balanceaba en él se conectaba con los recuerdos de aquellos que lo habían usado antes. Los abuelos recordaban sus primeros amores, las risas con amigos y las tardes interminables bajo el sol.

Una tarde de otoño, Martín, un niño tímido y soñador, se sentó en el columpio. Sus pies apenas rozaban el suelo. Cerró los ojos y se dejó llevar por el vaivén. Pronto, sintió cómo las cadenas vibraban, como si quisieran contarle algo.

Martín vio imágenes en su mente: una niña de trenzas que se balanceaba junto a él, riendo y compartiendo secretos. Recordó el sabor de los helados en verano y las hojas crujientes bajo sus pies en otoño. El columpio le mostraba fragmentos de su propia infancia y también de otros niños que habían sido felices allí.

Pero no solo eran momentos alegres. Martín también vio lágrimas y despedidas. El columpio le mostró a una pareja de adolescentes que se habían prometido amor eterno, pero cuyos caminos se separaron con el tiempo. Vio a un anciano que se balanceaba solo, recordando a su amada ya fallecida.

Martín se preguntó si el columpio también podía mostrarle su futuro. ¿Encontraría un amor como aquellos jóvenes? ¿Viviría aventuras emocionantes? Pero el columpio guardaba silencio en ese aspecto.

Con el paso de los días, Martín siguió visitando el columpio. A veces, se sentaba solo, reflexionando sobre su vida. Otras veces, compartía risas y confidencias con sus amigos. El columpio se convirtió en su confidente, su lugar sagrado donde podía conectar con el pasado y soñar con el futuro.

Un día, cuando Martín era ya un anciano, se sentó en el columpio una última vez. Cerró los ojos y se balanceó suavemente. Sintió cómo las cadenas se aflojaban, como si quisieran liberarlo. Martín sonrió y suspiró. Sabía que había llegado el momento de decir adiós.

El columpio se quedó vacío, pero su magia seguía viva. Los niños del vecindario seguían meciéndose en él, compartiendo risas y creando nuevos recuerdos. Porque el Columpio de los Recuerdos no solo era un objeto de madera y hierro; era un portal hacia el pasado y un testigo silencioso de los corazones que se habían balanceado en él.

© Roberto R. Díaz Blanco