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El retrato de Eduardo
Eduardo, un anciano pintor callejero de manos duras y llenas de cicatrices llevaba sobre su espalda todo el peso de su vida y la cruel pobreza. Vivía en un pequeño apartamento alquilado en la ciudad, donde las paredes estaban manchadas por la humedad y parecían caerse a pedazos. Eduardo no tenía familia ni amigos; su única compañía era su paleta de colores, su lienzo en blanco y sus óleos desgastados que no sabía como reponer, porque la situación estaba muy complicada para él.

A pesar de su pobreza, Eduardo poseía un don extraordinario. Los pinceles en sus manos parecían que tomaban vida propia. Cada trazo, era una expresión de su dolor, sus sueños y sus esperanzas. A través de su arte, Eduardo liberaba su alma atormentada.

Un día, sumido en una profunda depresión, decidió crear una obra de si mismo, un autoretrato hiperrealista, con mirada suplicante y esperanza en agonía. Parecía que al mirar aquellos ojos se podía escuchar llantos de un alma en agonía rogando piedad. Culminada la obra, Eduardo la expone en un parque concurrido para gritar en forma silenciosa todo su pesar. Para su sorpresa, capta la atención de Jonás, un joven artista apasionado que quedó maravillado y le invita a participar en un concurso de arte que se celebraría en la prestigiosa Galería Aurora. Los seleccionados tendrían la oportunidad de exponer sus obras y las mejores serían vendidas a precios elevados en una subasta. Eduardo dudó al principio; ¿qué posibilidades tenía un pintor pobre como él? Pero algo dentro de él le impulsó a participar.

El día de la selección llegó, y Eduardo el hombre humilde y mal vestido temblaba de nerviosismo mientras colgaba su lienzo en la galería. Las obras de otros artistas eran impresionantes: paisajes, otros impresionantes retratos, abstracciones, etc. Pero la suya era diferente. Tenía alma y él lo sabía, puesto que la había dejada todo en ella.

Cuando los jueces anunciaron los seleccionados, Eduardo no podía creerlo. Su obra estaba entre las elegidas. La gente se agolpaba alrededor de su cuadro, maravillada por la profundidad de sus colores y la tristeza en los ojos del anciano retratado.

La subasta fue aún más emocionante. Los compradores competían por su obra. Entre ellos, una joven millonaria llamada Isabella, cuyos ojos brillaban con pasión por el arte. Isabella había perdido a su abuelo recientemente, y el cuadro de Eduardo le recordaba a él, más la expresión de agotamiento por lágrimas ahogadas le hacia sentir identificada.

Sin titubear, Isabella ofreció 2 millones de dólares por la obra. Eduardo no podía creerlo. El mismo hombre que había comido sopa enlatada y pan unos días atrás ahora era un millonario. Pero su riqueza no estaba en el dinero; estaba en el reconocimiento de su talento y en la conexión que su arte había creado con Isabella.

Eduardo siguió pintando, pero ahora tenía un estudio amplio y luminoso. Su lienzo ya no expresaba solo su dolor, sino también su gratitud y comprendió que nunca es tarde para tomar decisiones que nos cambien la vida aunque temblemos de miedo y el verdadero fracaso es no intentarlo.
© F4our