Cap. 1: El autobús
Cuando mis compañeros de la universidad me preguntan cómo llego a clase desde mi pueblo, me suelo reír con una carcajada sorda y les hablo del autobús. Ese medio de transporte que muchos usan a diario y que, por supuesto, yo no entro dentro de ese pequeño grupo que puede permitirse el lujo de evitarlo.
Para muchos, el interurbano es el mejor medio de transporte hasta la ciudad y para casi todos ellos, es indudablemente una molestia. De cualquier forma, es imposible prescindir de él, eso está bastante claro. Quizás sea sólo un problema para quienes encontramos en este inmundo antro sobre ruedas, una prisión temporal que nos retiene mientras el trayecto nos lleva a nuestro destino.
Son muchas las ideas que me han surgido durante los trayectos, quizás solo por ocupar la mente con algo, pero ninguna como las que me suscita tal medio de transporte.
Llevo toda mi vida viviendo en este pueblo desde que era niño así que no es extraño que haya conocido a prácticamente todas las personas de mi rango de edad que viven o vivieron en él. Han pasado ya unos cuantos años y algunos se han marchado, otros se buscan la vida como pueden y de los pocos que aún permanecen en él, he perdido el contacto a excepción de un par de amigos de la secundaria. Es difícil conocer gente por aquí tratándose de una ciudad dormitorio de Madrid. Lejos quedó el ambiente rural. Las personas vienen únicamente a dormir, y en cierto modo, es lo que me ocurre a mí. Desde que empecé la universidad me siento realmente alienado de mi localidad. Vivo aquí, pero ahí acaba mi conexión. No salgo apenas a la calle y cuando salgo, suele ser a comprar algo o a coger el autobús. Ese que tanto detesto. Me obliga a despertarme a una hora muy desagradable todos los días, cuando aún es de noche.
Mientras las estrellas vuelan hacia un contenedor, el humo de los coches va dejando entrever los primeros rayos del alba. La Luna se apaga y se enciende un semáforo. Allí aparece bajando por la avenida el tan esperado autobús. Como siempre con 10 minutos de retraso. Suelo percatarme de que las personas que esperan el bus ya nunca siguen el horario. Deben haberse acostumbrado a que el autobús nunca llegue a su hora y vienen más tarde apurando los últimos minutos en el calor se sus hogares.
Me aferro finalmente al único medio que tengo de llegar hasta la universidad mientras los rezagados apagan sus cigarros recién empezados antes de subir. Como es de costumbre, saludo al conductor del bus con un 'buenos días" y apago la poca luz que le quedaba a mi mirada al ver su cara. Imagino que ya se lo habrán dicho al menos una docena de veces desde que ha empezado el servicio aunque a nadie le importe su vida lo más mínimo.
Casi todos los días coincido con alguien a quien conozco en el bus. No es extraño, dado que casi todos los habitantes convergemos en nuestro periplo en ese punto. Es extraño, pero a casi todos a quienes conozco o de quien puedo presumir haberme llevado bien en algún momento, ni se inmutan al verme. Les saludo con la mirada y como si nada. Es como hablarle a una pared. Parece que a todo el mundo se le olvida todo. Todo es frío y distante. Quizás por eso se me haga tan incómodo este inevitable trayecto diario. Estoy atrapado entre recuerdos del pasado que solo parecen afectarme a mí. Cómo es posible que me cruce con un amigo con el que he compartido tanto y al cruzarnos por la calle finjamos no habernos conocido nunca? Hace que me sienta culpable por no empezar a hablar. Me empiezan a surgir las dudas constantes. Se habrá olvidado de mí? Me habrá reconocido? Tal vez ya no pueda aportarles nada nuevo a esas personas. En cualquier caso me hace sentir más cobarde de lo que ya me siento habitualmente y no me gusta lo más mínimo. En esos momentos simplemente desearía poder desaparecer o que me tragase la tierra, pero hay momentos que no se pueden evitar.
Escucho un golpe fuerte y acto seguido salgo disparado hacia la barra de enfrente que me frena. Todos los autobuses de esta línea están destartalados. Probablemente no hayan recibido apenas mantenimiento desde los 2000, cuando empezarían a funcionar. Hay días que me planteo creer en los milagros cuando los veo circular por la carretera. -El día menos pensado nos matamos, susurro mientras esbozo una sonrisa sádica de satisfacción.
Finalmente llega el tan ansiado momento, bajo del bus y me dirijo a la estación para coger el tren. El frío cala hasta los huesos. A las 7:30 de la mañana el sol parece no querer asomarse aunque ya se ve la luz de la mañana. La gente se pelea por llegar como si el tren fuese a salir antes porque ellos llegasen más pronto. Parece que el mundo se termina y corro por los cruces para evitar que los semáforos se pongan en rojo.
Una vez en la estación todo parece marchar con la parsimonia de siempre. Especialmente porque no hay ningún tren. Un día más que la ferroviaria estatal decide no funcionar. Tan habitual se ha vuelto que es noticia escuchar que los trenes circulen sin incidencias. Podría escribir un libro con las aventuras del tren, pero mejor lo dejamos para otro momento.
Me siento a mirar el amanecer cuando escucho: -Hola! -Hola, qué tal el finde? Mi compañera de la universidad es la primera en saludarme. Suele llegar bastante pronto porque al igual que yo, viene desde su pueblo. Solemos hablar de termas bastante triviales o sobre los estudios. Rara vez entablamos conversaciones mucho más profundas, aunque me cae muy bien. Normalmente esperamos al resto del grupo en la estación, pero hoy parecen no venir. No es que me sorprenda. El absentismo se ha vuelto muy común desde el primer año de carrera. Con el avance de la tecnología, nos permitimos el lujo de estudiar perfectamente desde casa. El ir a clase es la decisión de los pocos reacios a aceptarlo. Aunque hoy, es de esos días en los que es obligatoria la...
Para muchos, el interurbano es el mejor medio de transporte hasta la ciudad y para casi todos ellos, es indudablemente una molestia. De cualquier forma, es imposible prescindir de él, eso está bastante claro. Quizás sea sólo un problema para quienes encontramos en este inmundo antro sobre ruedas, una prisión temporal que nos retiene mientras el trayecto nos lleva a nuestro destino.
Son muchas las ideas que me han surgido durante los trayectos, quizás solo por ocupar la mente con algo, pero ninguna como las que me suscita tal medio de transporte.
Llevo toda mi vida viviendo en este pueblo desde que era niño así que no es extraño que haya conocido a prácticamente todas las personas de mi rango de edad que viven o vivieron en él. Han pasado ya unos cuantos años y algunos se han marchado, otros se buscan la vida como pueden y de los pocos que aún permanecen en él, he perdido el contacto a excepción de un par de amigos de la secundaria. Es difícil conocer gente por aquí tratándose de una ciudad dormitorio de Madrid. Lejos quedó el ambiente rural. Las personas vienen únicamente a dormir, y en cierto modo, es lo que me ocurre a mí. Desde que empecé la universidad me siento realmente alienado de mi localidad. Vivo aquí, pero ahí acaba mi conexión. No salgo apenas a la calle y cuando salgo, suele ser a comprar algo o a coger el autobús. Ese que tanto detesto. Me obliga a despertarme a una hora muy desagradable todos los días, cuando aún es de noche.
Mientras las estrellas vuelan hacia un contenedor, el humo de los coches va dejando entrever los primeros rayos del alba. La Luna se apaga y se enciende un semáforo. Allí aparece bajando por la avenida el tan esperado autobús. Como siempre con 10 minutos de retraso. Suelo percatarme de que las personas que esperan el bus ya nunca siguen el horario. Deben haberse acostumbrado a que el autobús nunca llegue a su hora y vienen más tarde apurando los últimos minutos en el calor se sus hogares.
Me aferro finalmente al único medio que tengo de llegar hasta la universidad mientras los rezagados apagan sus cigarros recién empezados antes de subir. Como es de costumbre, saludo al conductor del bus con un 'buenos días" y apago la poca luz que le quedaba a mi mirada al ver su cara. Imagino que ya se lo habrán dicho al menos una docena de veces desde que ha empezado el servicio aunque a nadie le importe su vida lo más mínimo.
Casi todos los días coincido con alguien a quien conozco en el bus. No es extraño, dado que casi todos los habitantes convergemos en nuestro periplo en ese punto. Es extraño, pero a casi todos a quienes conozco o de quien puedo presumir haberme llevado bien en algún momento, ni se inmutan al verme. Les saludo con la mirada y como si nada. Es como hablarle a una pared. Parece que a todo el mundo se le olvida todo. Todo es frío y distante. Quizás por eso se me haga tan incómodo este inevitable trayecto diario. Estoy atrapado entre recuerdos del pasado que solo parecen afectarme a mí. Cómo es posible que me cruce con un amigo con el que he compartido tanto y al cruzarnos por la calle finjamos no habernos conocido nunca? Hace que me sienta culpable por no empezar a hablar. Me empiezan a surgir las dudas constantes. Se habrá olvidado de mí? Me habrá reconocido? Tal vez ya no pueda aportarles nada nuevo a esas personas. En cualquier caso me hace sentir más cobarde de lo que ya me siento habitualmente y no me gusta lo más mínimo. En esos momentos simplemente desearía poder desaparecer o que me tragase la tierra, pero hay momentos que no se pueden evitar.
Escucho un golpe fuerte y acto seguido salgo disparado hacia la barra de enfrente que me frena. Todos los autobuses de esta línea están destartalados. Probablemente no hayan recibido apenas mantenimiento desde los 2000, cuando empezarían a funcionar. Hay días que me planteo creer en los milagros cuando los veo circular por la carretera. -El día menos pensado nos matamos, susurro mientras esbozo una sonrisa sádica de satisfacción.
Finalmente llega el tan ansiado momento, bajo del bus y me dirijo a la estación para coger el tren. El frío cala hasta los huesos. A las 7:30 de la mañana el sol parece no querer asomarse aunque ya se ve la luz de la mañana. La gente se pelea por llegar como si el tren fuese a salir antes porque ellos llegasen más pronto. Parece que el mundo se termina y corro por los cruces para evitar que los semáforos se pongan en rojo.
Una vez en la estación todo parece marchar con la parsimonia de siempre. Especialmente porque no hay ningún tren. Un día más que la ferroviaria estatal decide no funcionar. Tan habitual se ha vuelto que es noticia escuchar que los trenes circulen sin incidencias. Podría escribir un libro con las aventuras del tren, pero mejor lo dejamos para otro momento.
Me siento a mirar el amanecer cuando escucho: -Hola! -Hola, qué tal el finde? Mi compañera de la universidad es la primera en saludarme. Suele llegar bastante pronto porque al igual que yo, viene desde su pueblo. Solemos hablar de termas bastante triviales o sobre los estudios. Rara vez entablamos conversaciones mucho más profundas, aunque me cae muy bien. Normalmente esperamos al resto del grupo en la estación, pero hoy parecen no venir. No es que me sorprenda. El absentismo se ha vuelto muy común desde el primer año de carrera. Con el avance de la tecnología, nos permitimos el lujo de estudiar perfectamente desde casa. El ir a clase es la decisión de los pocos reacios a aceptarlo. Aunque hoy, es de esos días en los que es obligatoria la...