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"El Baile de las Almas Divididas"
El jóven llamado Azrael, con su traje negro como la noche, y su alma teñida de un rojo carmesí, se encontraba frente a Seraphina. Ella, vestida de blanco puro, su alma cristalina como la nieve eterna, irradiaba una luz etérea que contrastaría con la sombría elegancia de él. Se hallaban separados por una grieta, una fisura en la realidad misma, que reflejaba la profunda división entre sus mundos.

Azrael provenía de un reino de sombras, donde la pasión ardiente y la oscuridad absoluta eran el pan de cada día. El dolor y el sacrificio eran moneda corriente en sus tierras, en las que el sol jamás se mostraba. Seraphina, en cambio, era hija de la luz, nacida en una tierra de inmaculada blancura, donde la paz reinaba eterna. Una tierra pura, donde el dolor solo se conocía a través de los cuentos olvidados.

Ambos se habían conocido en un lugar intermedio, un espacio liminal donde se cruzaban los reinos. Fue un encuentro fortuito, un instante de conexión trascendental. Se enamoraron perdidamente, a pesar de la disparidad abismal que los separaba.

Su amor prohibido se había enfrentado a la furia de sus propios mundos. Las fuerzas de la oscuridad intentaban arrastrar a Seraphina al abismo de Azrael, mientras que las fuerzas de la luz trataban de apartar a Azrael de Seraphina, temiendo la corrupción de su pureza.

La imagen que los representaba, dos figuras bajo un paraguas partido, simbolizaba su compleja relación. El negro y el blanco, la oscuridad y la luz, sus dos mundos enfrentados, reflejándose en la fragmentación de su refugio común. El paraguas roto representaba la fragilidad de su unión, la amenaza constante de ser separados por la fuerza.

Azrael, con su elegante traje de gala y un gesto sombrío, sujetaba con firmeza su parte del paraguas, un símbolo de su determinación por proteger su amor. A pesar de la oscuridad que lo rodeaba, su mirada expresaba un...