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Reina Sin Corona
Uno pensaría que quedarse sin combustible en mitad de un camino apartado y rural, es tan mal agüero como asomarse por una ventana y ver a un cuervo posado en una rama o abordar un barco con el mar picado, pero lo que le ocurrió después a Julia Reyna, no tiene comparación. Estaba reciente el levantamiento de medidas sanitarias relacionadas al mortal virus, cuya pandemia había cercenado la vida a más de 400 millones de personas y una de las cosas que más extrañaba Julia desde que ordenaron la cuarentena total, era manejar. Desafortunadamente, no recordaba que la última vez que salió a abastecerse, hubo tal histeria colectiva que pasó 6 horas en tráfico entre ir y venir, y aunque logró comprar lo necesario, al estacionar su auto, ya el tablero marcaba en luz naranja, lo que sería su desdicha 10 meses después.

Los gobiernos a nivel mundial cayeron, ya fuera por contagios masivos dentro de las entidades públicas o por grandes escándalos de corrupción, los que fueron el empujón necesario para que células extremistas de personas con cierto nivel de entrenamiento, desataran una purga de políticos y de paso, alteraran para siempre el orden social como se conocía. Las zonas no urbanas evolucionaron hacia sistemas de justicia y vigilancia arbitrarios en su mayoría, con unos pocos (los más ricos o los más armados) decidiendo quién impartiría la autoridad.

Luego de un microataque de pánico (de los cuales había tenido muchos, sobre todo durante la pandemia), Julia se detuvo a evaluar su situación. En el medio de la nada, sin más iluminación que los faroles de su Honda Fit, con vegetación espesa a la izquierda y derecha del camino, sintió su alma rota de espanto. Ya hacían 30 minutos desde que su auto tosió de muerte y aún no pasaba ningún vehículo por allí, así que tragó grueso, apagó las luces de su Honda, dio vuelta a la llave, pensando que conservar batería era una buena idea.

Oscuridad absoluta.

Desbloqueó el celular, el cual había llevado por mala costumbre (las redes celulares habían dejado de existir hacía meses) y su resplandor le dejó ver una silueta ¿humana? a su mano izquierda justo cuando sonaba un leve golpecillo metálico contra la ventanilla. El sobresalto fue tal que sintió que el corazón se le saldría por la boca. Le tomó alrededor de 15 segundos recomponerse y atreverse a alumbrar con el celular. Reparó en el brillo de una estrella, de una especie de placa —¡estaba salvada!— lo que la hizo bajar el cristal.

"Buenas noches, señora." —saludó el hombre— "Soy el Comando Martínez. Me encargo de mantener el orden por estos parajes. ¿Qué hace por aquí?"

"Bu-buenas noches, mi carro se quedó sin combustible. ¿Habrá alguna estación cerca?" —replicó Julia.

Con una carcajada ronca y macabra, le contestó: "Por aquí no hay nada, NA-DA."

Le ofreció acercarla al "pueblo", ya que allí había un "hostal" donde podría "dormir", y sin otra opción, Julia tomó su bolso y bajó del carro. Gracias a la linterna que les alumbraba el camino, pudo ver que Martínez era un hombre tosco, de un poco más de 6 pies. Su vestimenta no era cuidada, llevaba una camisa a cuadros y jeans con las bastas desgastadas, claramente para dar cabida a las sucias botas de albañil que usaba. Tras unos pasos, llegaron a un Toyota Hilux negro y galantemente se aprestó a abrirle la puerta a Julia, para luego mostrarle una sonrisa incompleta que hacía juego con su curtida cara acholada.

En la primera parte del trayecto, Julia trató de responder con medias sonrisas, monosílabos y frases cortas a cada cosa que decía Martínez. Al parecer aún estaban lejos, lo que incrementaba su temor. Casi inconscientemente (como solía hacer cuando estaba nerviosa), sacó por el cuello de su camiseta el collar con dije de esmeralda que la acompañaba siempre. Un destello inquisidor asomó en los ojos del "comisario" al ver la joya, así que Julia tuvo que relatarle que sus papás se la habían regalado al cumplir quince, y algunas cosas personales más, como que se había enfermado y recuperado en la primera oleada.

Llegaron al poblado y se acercaron al portal de una casucha de dos plantas donde los recibió una señora en una mecedora.

"Pasará aquí la noche, mama" —dijo Martínez— "Se le quedó el carro sin gasolina", a lo que Julia agradeció con un poco de vergüenza. Martínez se despidió pues tenía que seguir patrullando y se alejó en dirección a su auto.

Pacientemente siguió a la abuelita escaleras arriba y Julia no podía estar más intranquila. La señora le mostró la habitación (limpia al menos) y se sentó en un taburete ubicado a unos 2 metros de la cama. Julia no podía creer que después de todo por lo que había pasado, la señora fuera a entablarle conversación, pero una mezcla de pena, cansancio y gratitud le impidieron decir algo y se acostó. La Sra. Consuelo, le relató con detalles cómo llegaron al pueblo, casi 2 meses después del rebrote en el que las cosas comenzaron a salir realmente mal. Con una naturalidad sorprendente le contó que había otros habitantes, la mayoría recuperados del virus y que constantemente llegaban más personas huyendo de los centros urbanos. En un patinazo mental (¿sería?) le comentó que tenía conocimiento de artes ocultas y que a través de ciertos rituales, se podían transferir propiedades fisiológicas de persona a persona. Julia tenía mucho sueño y cuando la señora le dijo que comprobó que la inmunidad al virus era más prolongada al ingerir tejido de personas recuperadas, supo que su destino estaba marcado. Al ver la cara de terror de Julia, Doña Consuelo siguió explicando cómo uno por uno, los supervivientes fueron "desapareciendo" sin sospechas, pues la gente asumió que habían vuelto a la ciudad. Agregó que al pasar de las semanas, se descubrió la facilidad con la que el virus mutaba (lo que hizo inútiles las vacunas) y así, el pánico generalizado causó que dejaran de llegar visitantes.

Horrorizada, intentó pararse de la cama, pero una fuerza extraña, con el peso de diez elefantes se lo impedía. Le sobrevino un letargo (aunque su corazón estaba corriendo cercano a los 200 km por hora) y supo de inmediato que el vaso de agua que le ofreció la vieja, tenía más que agua. Recordó a sus padres y agradeció que hubieran partido antes de todo esto. Pero sobre todo, agradeció poder desaparecer sin hacerle falta a nadie.

A pesar de estar muy cerca, frente a ella, escuchó a lo lejos el grito de la vieja: "Mijo, estamos listas" y segundos después, los pasos del hijo retumbando en las escaleras. Continuó recordando a sus padres. Con mucho esfuerzo, la habían enviado de viaje a Europa para su quinceaños, aparte de obsequiarle el dije de esmeralda que tanto atesoraba. Cuando era niña, le encantaba ver Heidi, así que visitar los Alpes Suizos fue la nota más alta de todo el tour. Incluso, y sosteniendo su dije en una suerte de epifanía febril adolescente, le comentó a su mejor amiga que de poder elegir, le gustaría abandonar este mundo contemplando ese paisaje. Coincidentemente, mientras el comando la volteaba hacia la izquierda para quitarle su collar e iniciar el ritual, su rostro desencajado e inmóvil reparó en un hermoso paisaje de los Alpes colgado en la pared.