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Escape
Érase las 18 horas de un domingo templado y despejado. Varias personas estaban debajo de unos árboles tomando mates y contando las mismas anécdotas por enésima vez en el día alrededor de una larga mesa rectangular de madera que tenía varios años de uso. Unos jóvenes estaban jugando al fútbol con dos troncos grandes improvisados como arcos mientras Gabriel contemplaba el último rayo de Sol que se filtraba entre los pinos e iluminaba la piscina.

Probablemente, sean las últimas horas de él en la casa de campo ya que la iban a poner en venta por los altos costos de mantenimiento y porque cada vez iban menos. Las reuniones en familia los fines de semana, las escapadas con sus amigos, el aire puro y libre de la contaminación de la ciudad, los partidos que se jugaban hasta que las piernas no respondan más, los asados, y podría seguir enumerando todo lo que iba a extrañar de ese lugar que marcó su infancia y adolescencia.

¿Qué sentido tenía esperar el fin de semana si no iba a ir a la casa de campo? ¿Cómo podía escaparse de los ruidos, las multitudes y el hollín de la gran ciudad si ya no contaba con esa opción? Lamentablemente, él estaba estudiando y no podía hacerse cargo de los gastos y, aunque pudiera hacerlo, él no era el dueño y no tenía palabra alguna sobre la casa de campo.

Cuando cruzara la tranquera que servía de entrada, tenía asimilado que no iba a volver a ese lugar. No iba a volver a oler el aroma de los pinos, ni entrar por la puerta, que siempre tenía problemas con la cerradura; iba extrañar tirarse a la piscina inmediatamente después de almorzar a pesar de los calambres, también ir a buscar la pelota al jardín de la casa del vecino que pensaba en pincharsela; iban a ser un mero recuerdo las siestas en la hamaca paraguaya debajo de la copa de los árboles. Gabo quería creer que nada de lo que estaba ocurriendo era real.



- Ya es hora de ir partiendo – le aviso una voz femenina a Gabo que seguía perdido en el reflejo del Sol sobre la piscina.

- Solo unos instantes más – le pidió Gabo a la mujer que le había hablado mientras se rascaba el costado de la frente.

- Llevas horas aquí. Ya es tiempo de irse – insistió la mujer.

- Solo un rato más. Por favor, Helen – imploró el joven que seguía rascándose la frente.

- Lo siento. Desactivando simulación – ordenó Helen y Gabriel regresó repentinamente a su monoambiente en el centro de la ciudad mientras se golpeaba el costado de la frente donde tenía la IA implantada hace años.


© Jero Gandini