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El Camino de las Luciérnagas
En los confines de un pequeño pueblo, rodeado de bosques antiguos y montañas majestuosas, existía un sendero secreto conocido como “El Camino de las Luciérnagas”. Durante el día, era apenas perceptible: una estrecha vereda cubierta de hojas secas y musgo, apenas visible entre los árboles altos. Pero cuando caía la noche, algo mágico sucedía.

Las luciérnagas emergían de sus escondites diurnos, sus cuerpos diminutos parpadeando como estrellas en miniatura. Se congregaban alrededor del sendero, formando una hilera luminosa que se extendía hacia lo desconocido. Quienes se aventuraban a seguir esa luz invisible descubrían que no solo iluminaba el camino físico, sino también los rincones más íntimos de sus almas.

Una noche, una joven llamada Gabrielle se encontró con el Camino de las Luciérnagas. Su corazón estaba cargado de pesares y secretos que no podía compartir con nadie. Siguió la danza de las luciérnagas, sintiendo cómo su luz penetraba en su ser. Cada parpadeo parecía revelar una verdad oculta, una emoción reprimida.

A medida que avanzaba, el sendero se volvía más estrecho y empinado. Las luciérnagas se multiplicaban, formando un túnel de luz que la guiaba hacia lo profundo del bosque. Gabrielle dejó atrás sus preocupaciones terrenales y se sumergió en la oscuridad, confiando en que las pequeñas criaturas la llevarían a donde debía ir.

Pronto, el sendero la condujo a una gruta natural. En su interior, las paredes brillaban con una luz dorada, como si estuvieran hechas de luciérnagas mismas. En el centro de la gruta, un espejo reflejaba su imagen. Pero no era su apariencia física lo que veía; era su esencia, su verdadero yo.

Las luciérnagas se posaron sobre sus hombros y brazos, como si quisieran sanar sus heridas invisibles. Gabrielle lloró, liberando años de dolor y arrepentimiento. Allí, en la gruta iluminada por las luciérnagas, encontró la paz que tanto anhelaba.

Desde entonces, Gabrielle visitaba el Camino de las Luciérnagas cada noche. A veces, encontraba a otros viajeros solitarios, cada uno con su propia carga emocional. Juntos, compartían sus historias y se apoyaban mutuamente. Las luciérnagas parecían entenderlo todo, como guardianas de secretos y confesiones.

Dicen que Gabrielle nunca envejeció. Se convirtió en una especie de espíritu del bosque, siempre acompañada por las luciérnagas. Su luz seguía guiando a los perdidos y afligidos hacia la gruta, donde podían encontrar consuelo y sanación.

Así, el Camino de las Luciérnagas se convirtió en una leyenda, transmitida de generación en generación. Y aunque nadie más pudo encontrar la entrada exacta, aquellos que necesitaban sanar siempre hallaban una luz en su corazón, guiándolos hacia su propio sendero de luciérnagas.

© Roberto R. Díaz Blanco