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Las Cartas Perdidas
En los oscuros días de la Segunda Guerra Mundial, cuando las bombas caían sobre Londres y la incertidumbre llenaba el aire, dos corazones se aferraron a la esperanza a través de las palabras escritas en cartas olvidadas.

Eleanor era una joven enfermera en un hospital de campaña. Sus manos temblaban mientras escribía a su amado, William, un piloto de la Real Fuerza Aérea. Las cartas eran su única conexión, su ancla en medio del caos.

William estaba destinado en el frente, volando misiones peligrosas sobre Europa. Sus aviones dejaban estelas de humo en el cielo, y su corazón dejaba estelas de amor en las páginas de las cartas. Cada palabra era un beso, cada línea un abrazo.

“Querida Eleanor”, comenzaba una de las cartas. “A veces, cuando estoy en la cabina del avión, pienso en ti. Imagino que las nubes son tus cabellos dorados y que el viento que me golpea es tu aliento susurrándome al oído”.

Eleanor le respondía con detalles de su día a día en el hospital. Cómo consolaba a los heridos, cómo sostenía la mano de los moribundos. “William, no importa cuánto tiempo pase sin verte. Nuestras almas están unidas por un hilo invisible. Espero que regreses pronto”.

Pero las cartas no siempre llegaban a su destino. Los aviones eran derribados, los barcos hundidos. Las palabras quedaban atrapadas en el limbo, flotando en el mar o escondidas en áticos polvorientos.

Una tarde, mientras Eleanor ordenaba el almacén del hospital, encontró una caja olvidada. El polvo se levantó al abrir la tapa, y allí estaban: las cartas perdidas. Las de William y las de otros soldados. Las de amores truncados y esperanzas rotas.

Eleanor leyó cada palabra con lágrimas en los ojos. Las cartas eran un bálsamo para su alma herida. En ellas, William le prometía que volvería, que su amor era más fuerte que la guerra. “Eleanor, mi corazón late al ritmo de tus palabras”, escribía.

Después de la guerra, Eleanor continuó su labor como enfermera. Pero nunca dejó de buscar a William. Las cartas se convirtieron en su tesoro más preciado, su conexión con el pasado.

Un día, en un pequeño pueblo de Suffolk, Eleanor encontró a la hermana de William. Las lágrimas brotaron cuando le entregó las cartas. “Él nunca regresó”, susurró la hermana. “Pero estas palabras son su legado”.

Y así, a través de cartas olvidadas, dos amantes separados por la guerra encontraron consuelo y esperanza. Sus palabras trascendieron las barreras del tiempo y la distancia, cual lazo carmesí que unía sus corazones en la eternidad.

© Roberto R. Díaz Blanco