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Llovizna
No estaba seguro de cuántas horas había pasado sentado observando la lluvia que caía fuera. Sin duda muchas, demasiadas; desde que había comenzado a gotear. Los diluvios de antaño se habían acabado; ahora el líquido se derramaba pesadamente, escaso, gradual, pausado, como si se tratara de una filtración, un error. Y en efecto, aquella lluvia no pertenecía allí. Él lo sabía.

El viento sureño empujaba las gruesas gotas suavemente, alejándolas del vidrio fino y resquebrajado hacia las destrozadas aceras. Él permanecía quieto, expectante, acurrucado sobre las baldosas como si quisiera encontrar refugio en el suelo que se extendía debajo. Hubiera estado más a salvo bajo tierra, pero ahora era muy tarde y sólo le quedaba observar, preso del letargo emocional, cómo la llovizna oscura consumía todo.

No estaba seguro de cuántas horas habían pasado, ni tampoco de cuántas pasarían. Tampoco importaba realmente, porque ya no había vuelta atrás. Porque ahora sólo podía esperar a que el techo cediera o el viento cambiara de dirección, permitiendo que el ácido entrara y acabara con él también.

© Sanctum