#29: ALLÍ ESTÁ
Hay una historia que mis padres suelen contar con orgullo sobre mi crianza:
"Ella era una bebé tranquila. Nunca nos dio problemas y nunca lloraba".
Algo que aparentemente no es grave y algunos se sorprenden porque están acostumbrados a que los niños sean ruidosos y un poco testarudos.
Y papá dice con cierto humor después:
"Ahora de grande me da dolores de cabeza".
Él sabe que no es cierto pero, internamente, yo sé que algo de verdad tiene porque aquella complacencia de ser buena niña ha traído varias veces angustias reflexivas.
Repito la historia: "Ser buena".
Me entrego como una estampida de complacencia y estallo en millones de pedazos cuando alguien me pone en frente a un resultado que suele repetirse constantemente:
El abandono como primera línea de rechazo.
Sí, sé que no causo problemas cotidianos.
Pero el dolor pasa por dentro, carcome lento.
Y muchas veces me he cuestionado qué hay de malo en mí para que siempre termine llorando y lastimada.
Nunca he dicho que me duele y hoy, cuando lo hago, siento que a veces las palabras se tornan insuficientes en mi lengua.
Saben extrañas y algo siempre se queda profundo en mi interior.
Me acostumbré a las palabras silenciosas, a delinearlas con lápiz o pluma sobre un papel que no juzga y escucha.
Soy mi propia jueza y dictadora de sentencias.
El silencio se envuelve en mí como una manta caliente ante las inclemencias de la gente.
Allí está el problema de la actualidad de esa niña obediente.
Nunca nada es suficiente porque muchos se van.
Y ya no ruego que se queden.
Me he cansado de tironear y tironear muchas mangas de sweater.
Soy asfixiante cuando doy amor en tiempos de modernidad líquida.
No entiendo de vínculos fáciles de romper o ignorar.
Y sufro, sufro con el desdén y la frialdad.
Porque aunque millones de veces he dicho que debería rozar la maldad, no puedo.
Soy esa niña que se porta bien y que hace todo...
"Ella era una bebé tranquila. Nunca nos dio problemas y nunca lloraba".
Algo que aparentemente no es grave y algunos se sorprenden porque están acostumbrados a que los niños sean ruidosos y un poco testarudos.
Y papá dice con cierto humor después:
"Ahora de grande me da dolores de cabeza".
Él sabe que no es cierto pero, internamente, yo sé que algo de verdad tiene porque aquella complacencia de ser buena niña ha traído varias veces angustias reflexivas.
Repito la historia: "Ser buena".
Me entrego como una estampida de complacencia y estallo en millones de pedazos cuando alguien me pone en frente a un resultado que suele repetirse constantemente:
El abandono como primera línea de rechazo.
Sí, sé que no causo problemas cotidianos.
Pero el dolor pasa por dentro, carcome lento.
Y muchas veces me he cuestionado qué hay de malo en mí para que siempre termine llorando y lastimada.
Nunca he dicho que me duele y hoy, cuando lo hago, siento que a veces las palabras se tornan insuficientes en mi lengua.
Saben extrañas y algo siempre se queda profundo en mi interior.
Me acostumbré a las palabras silenciosas, a delinearlas con lápiz o pluma sobre un papel que no juzga y escucha.
Soy mi propia jueza y dictadora de sentencias.
El silencio se envuelve en mí como una manta caliente ante las inclemencias de la gente.
Allí está el problema de la actualidad de esa niña obediente.
Nunca nada es suficiente porque muchos se van.
Y ya no ruego que se queden.
Me he cansado de tironear y tironear muchas mangas de sweater.
Soy asfixiante cuando doy amor en tiempos de modernidad líquida.
No entiendo de vínculos fáciles de romper o ignorar.
Y sufro, sufro con el desdén y la frialdad.
Porque aunque millones de veces he dicho que debería rozar la maldad, no puedo.
Soy esa niña que se porta bien y que hace todo...