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Los colores del templo
Yo sufrí el mandato —sumido en torno al círculo con cientos de ilotas—, de hincar la rodilla a tierra, fuera del alivio, y ser señalado para la concreción de los ancianos.
A causa de ello, portaría el tinte extraído de las hojas del índigo, color estricto para enaltecer el recinto de los desasistidos.
Mi captura se dio en el auge de la correría pugnante, bienhechora del orgullo de la nación y el blasón. Decaí de la proceridad a la aprehensión de las cadenas y el agobio. Hube de tolerar por días el vacío de la hambruna y de la encerrona, que extiende con severidad, el impacto bajo la luz.
Ante la venidera consagración, hallé dificultad para lograr indiferencia, a pesar de mi estoicismo ante las vicisitudes.
Los ancianos sacaron a relucir sus intrincados atuendos y sus maneras inquietantes para asistir a la reunión, como las napias perforadas con palillos metálicos, y el desaliño al haberse untado los cuerpos con las entrañas de animales, causa de la hediondez y mi subsiguiente excitación del asco y la emesis.
En la letra de los epicedios entonados, pude advertir la prebenda en la elaboración de la cal como elemento necesario para el cuidado de los cráneos pendidos en sus templos, accesorios amputados a mártires y adalides caídos en desgracia; la quema de madera en demérito del verdor del bosque y la humareda resultante que denostaría los ojos del dios primordial.
Para apaciguar la calamidad conjurada sobre los cultivos, por equívocos sustanciales al desenfreno y la ruina, la convención previa de los ancianos habría dictaminado con cautela; el modo más propicio sería con la inferencia de la densidad del humo despedido por el brasero ceremonial.
En las paredes del templo, justamente en los nichos y las bóvedas del lugar, se avivaría el tinte de las hojas de índigo, que mezclado con mis vísceras, aportarían el color necesario para restituir el pundonor al dios atribulado.

#ProsaPoética #Terror