...

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La Casa
LA CASA.

Amada mía:
Finalmente, encontré la casa
en el campo
donde tantas veces prometí
llevarte a vivir. Es grande
y antigua. Tiene altos
techos y en el suelo,
de tarima de enebro,
duerme siempre
un rumor de hojas secas
que se avivan con los pasos.

Los ocres amarillean
en las paredes, cuál frágiles
pétalos olvidados
en un libro. La humedad
se cuela por las ventanas
algo torcidas y se percibe
un fuerte olor almizclado.

Trenzado entre las rejas,
hay un rosal sin podar
y en el jardín pequeño
se encuentran una fuente
y un fauno. Y me cuentan
que también tenemos mirlos
que,
en los meses fríos de otoño,
cuando escuches sus silbidos,
cobrarán vida tus ojos, y en el verde
del agua podré mirar contigo
cómo nace cada día.

Solo tendré que
reparar el techo,
arreglar las persianas,
fregar los suelos,
podar el huerto,
quitar el polvo de los muebles
llenar de candiles los pasillos oscuros
y luego, durante la madrugada,
ponerme a tocar mi guitarra
para romper el silencio,
e invocarte con mi canto
allí donde te encuentres.

© Roberto R. Díaz Blanco