A veces, en la quietud de la noche, comprendo que es mejor desaparecer,
retirarme del ruido mundano, de la constante vibración del celular.
Es en el silencio donde las verdades se hacen más claras,
donde los errores cometidos se presentan ante mí, no como fantasmas que atormentan,
sino como maestros que guían.

Me alejo de las redes, esas telarañas que atrapan y distorsionan,
y me encuentro a mí mismo, a solas con mis pensamientos.
Reflexiono, no con autocompasión, sino con la firme intención de aprender,
de crecer a partir de cada tropiezo, de cada falla.

Y en este retiro autoimpuesto, encuentro la libertad.
Libertad de escribir lo que siento sin filtros, sin likes, sin la aprobación de otros.
Escribo para mí, para darle voz a lo que yace en lo profundo,
para sanar las heridas con palabras que fluyen como un río.

Es un viaje hacia adentro, un peregrinar al núcleo de mi ser,
donde cada error es un escalón en la escalera de mi evolución.
Y así, en la soledad elegida, me redescubro,
me reinvento, no como el que fui, sino como el que seré.

Porque a veces, solo a veces, es mejor desaparecer,
darse ese tiempo sagrado y necesario para reflexionar.
Y al dejar de lado las distracciones, al silenciar las notificaciones,
puedo escuchar la voz más importante de todas: la mía propia.
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