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El Sacrificio en la cruz
En el silencio de la colina, bajo un cielo plomizo, el Hijo del Hombre caminaba. Sus pies descalzos se hundían en la tierra reseca, y su mirada traspasaba el velo del tiempo. Sabía lo que le esperaba: la cruz, la agonía, el abandono.

Las espinas se enredaban en su frente, como hilos de sangre y dolor. Los clavos perforarían sus manos y pies, y el madero se alzaría como un símbolo de redención. Pero él no retrocedía. Su amor por la humanidad era más fuerte que cualquier tormento.

Los soldados se burlaban, los espectadores murmuraban. ¿Quién era este hombre, este Nazareno, para desafiar a los poderosos? Pero él no respondía. Cargaba con el peso del mundo, con los pecados de todos los tiempos. Su sacrificio era la ofrenda suprema, el canto de amor que resonaría por los siglos.

En la cima del Gólgota, la cruz se alzó contra el cielo. El Hijo del Hombre fue clavado en ella, su cuerpo temblando de dolor. El sol se ocultó, y la tierra tembló. El velo del templo se rasgó, como si el mismo Dios llorara.

Y allí, en medio del sufrimiento, pronunció sus palabras finales: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen". Su voz resonó en el viento, en los corazones rotos de los que miraban. El sacrificio estaba completo.

El viernes santo se tiñó de sangre y gracia. El Hijo del Hombre entregó su vida por la humanidad, para que todos pudieran encontrar redención. Y en ese acto de amor, la esperanza renació.
#GoodFridayGrace
© Ronald Iriarte