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El desventurado

Dios, en su eterno adormecimiento, cabeceando como un borracho, se ha dejado caer sobre la tierra. Sobre el ha pasado el sol y la luna, lo han orinando los perros; tomado por un mendigo, alguien le ha tirado una moneda gastada, o le han pateado por dormir en las aceras. Es un extranjero asustado que no entiende los insultos que le gritan o farfullan los que pasan. Se lamenta:
¡Ay! ísi tuviera aquí una de mis mil máscaras!
¡La raza de los hombres no reconocen mi rostro desnudo, me ven como uno de ellos y por eso solo tienen para mí su abyección y su desconfianza!
¡A quién podré implorar si el cielo se ha quedado vacio!
¡Quién me librará de la implacable venganza de los hombres, de las intrigas que urdirán contra mí los sacerdotes, de las pedradas y las burlas de los niños!
¡Qué será de mí en este mundo olvidado, donde las plegarias de los que sufren no han franqueado nunca el umbral del cielo, y han caído como frutas podridas al suelo, haciendo cada vez más yerma la tierra!
¡ Cómo escapar de esta condena, de este exilio!
¡Tal vez sería mejor morir!
¡Dónde hallará la muerte el inmortal!
¡Dónde en contraré un árbol con las ramas tan fuertes para soportar mi cuerpo ahorcado!
¡Me arrepiento, me arrepiento de no haber puesto en la tierra a mi asesino, al predestinado a salvarme con su cuchillo largo y afilado.
¡Todos los que han soñado con mi muerte no han pasado de la tentativa, no han sido ellos los elegidos. No hay ninguno entre todos los hombres que descargue un golpe con suficiente odio!
¡Que terrible es mi desgracia!
¡He caído en este páramo que dediqué al hombre, y ahora él me dará a beber el vino de las uvas de la ira hasta que el sol se apague!


© Mauricio Arias correa

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