...

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Una tormenta aciaga
—¿Qué haces allí en lo alto? ¡Baja de inmediato, vil demente!
—¡Qué gran ignominia representa su actuar, cuánta deshonra sufrirá su estirpe! ¡Alguien llame a un gendarme inmediatamente!
—¡Qué gran espectáculo!, ¿desde cuándo se realiza acrobatismo sobre los edificios, sin cuerdas, sobre el vacío únicamente?

Recuerdo muy bien ese día; el firmamento estaba impregnado en una penumbrosa amargura, los rayos caían en el horizonte como ángeles infames mientras los estruendos fuera de tempo laceraban mis oídos. Estaba en la primera fila, entre las vociferaciones vilipendiosas de una multitud que se creía en un coliseo romano. El joven no parecía querer separarse de la pared, mas ya había elegido su destino. Elevarse al cénit de un edificio y asomarse al vacío anhelando un dinámico desplome solo representa una ansiada expiración.

El gentío bramaba oprobios; gritos alocados que poca esperanza le hubieran traído al hombre que nos miraba desde lo alto, si hubiera discernido una sola palabra desde aquella cumbre de acero y concreto. Me sentí hastiado: ¿por qué estoy aquí?, —me dije— este hombre marcará sus doce en su reloj y lo veré desperdigado como una flor deshojada. El gentillal se aglutinaba, llegaban más espectadores: niños en sus triciclos, artistas de la desolada avenida, trabajadores huidizos, mientras las nubes sombrías se acercaban amenazantes, mediante una llovizna gélida y un fragor refulgente y calamitoso.

Salí de ahí. Una insoportable misantropía me sacudía las entrañas. Me alejé, retrocedí entre la multitud, hasta darle la espalda al condenado. El gentío seguía expectante, como en una carrera de caballos. Cayó un rayo aciago; sobre el agua estancada vislumbré su refulgencia. Resonó un grito penitentemente infernal y antes que el trueno rugiera, sobre la avenida, como una flor deshojada, descansaba un hombre.
© Engel Volkov