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La mirada
He pensado, desde hace algún tiempo, que la mirada proclama aquellas tribulaciones del alma que la boca no puede expresar con la ostentación que merecen ciertas melancolías.

En los paseos rutinarios por la ciudad suele encontrarse uno ciertas singularidades, ciertos sucesos tan habituales como insólitos. Ciertamente hay algo apolíneo en lo que se oculta detrás del manto ordinario, aquello que las masas ordinarias no se toman el tiempo de observar.

La suntuosidad de esta urbe es mínima, lo justo y necesario para cualquier ciudad alienante, mas he encontrado cierto deleite en una figura perdida en el tiempo y en el espacio: un ángel. Una agraciada estatua, albariza como lo ha de ser su espíritu, bella como el anillo resplandeciente que circunda la luna en los eclipses más singulares. Su cabello es tan excepcional y sinuoso como las ondas de un mar de ambrosía. Las alas se amplifican en un abrazo ecuménico, que parecen envolverte y llevarte al firmamento ante una tribulación divina. Acercarme a ese lugar es un encandilamiento asegurado; significa una conmoción en vastedades cósmicas.

Esa sacudida melancólica se debe también a otro factor, a otra figura que acompaña la estatua; una figura humana, como tú o como yo, lector. Un hombre apesadumbrado reposa siempre frente al ser de las alas beatíficas, sentado en una humilde banca, gris como sus inamovibles aspiraciones, con el placer y el confort de un querubín recién nacido envuelto en tersos mantos de esplendida costura. Su mirada melancólica es como un Aleph de todo lo mustio y lo lánguido. El hombre vislumbra la figura como si fuera su musa; eterna, vehemente, refulgente, con un anhelo tan vasto que cualquiera que contemplara su mirar pensaría que el mismo ángel lo envolvió en sus alas alguna vez.

Día tras día, en cada una de mis andanzas está el hombre allí. Me causa una aflicción inconmensurable admirar su presencia, verlo es vivir a través de sus ojos cristalinos, que parecen estar en un estado perpetuo de anegación y cuyo desbordamiento causaría una catástrofe. Su mirada, tan lánguida, absorta y temblorosa es el anhelo en todas sus cualidades, un Aleph borgeano de las cualidades pesarosas, frente a un ángel inmenso y cándido.

En este último trayecto he visto al hombre y el me ha mirado; contemplamos a la vez, desde la lejanía y con el mismo anhelo, al ángel espléndido; eternos fueron los segundos de apreciación. Pensando en hacerme de un camarada con quien dialogar acerca de lo poético en lo ordinario, dirigí mi mirada a su mirada, esperando que un saludo se hilvanara en nuestras manos, al hacerlo reparé en que no había ningún hombre, solo un espejo donde mi reflejo era la única figura marchita en el lugar.

© Engel Volkov