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La ciudad de los errantes
¿Será que en alguna ciudad lejana, en algún tiempo remoto no existió errante alguno?
En esta urbe, Febo se suele levantar esplendoroso; y allí voy yo cada mañana, poeta de la vida, a vislumbrar matinalmente los rayos áuricos y las nubes coloradas, que tanto se asemejan a las mejillas sonrojadas de las mozas tímidas. Y allí voy, acompañado del mutismo de la ciudad aún en sueños, cumpliendo el menester del poeta y del filósofo: «andar es una filosofía y caminar, una apertura al mundo» decía un francés muy leído, y así me encuentro, andando, creando coloquios, versos y cuadros con la inspiración del alba; en lo que llego al centro de la ciudad, sintiéndome un rutinario Kant en la extraña situación de observar las múltiples reencarnaciones de Diógenes.

El alboreo se difumina un tanto al llegar a mi ciudad decadente. Allí andan los errantes, nómadas de la misma existencia. Aún se mantienen despiertos, esperando que los rayos áuricos se marchen y que el reloj infame ejecute su sinfonía de campanas, para retomar el sueño y evadir la realidad diurna, que tan distinta es al hogareño crepúsculo. Los errantes andan callejeando, como usualmente lo hacen: en atavíos extravagantes y extraños, provenientes de alguna mano caritativa de gustos chillones.

A lo lejos oteo a una de tantas errantes, lleva una bolsa verde de una tienda cualquiera colgando sobre su hombro, mientras va incorporándose a la tierra mediante sus pies desnudos. Su mirada despide un halo melancólico y su tez expresa, elocuente, unos setenta años de historia a través de las arrugas; siendo su frente algo semejante a una de esas tablillas cuneiformes que narraban las hazañas de Gilgamesh. Camina viendo hacia el cielo, según lo que su espalda retorcida considera conveniente.

Febo se ha marchado y la orquesta de campanas divulga sus melodías oxidadas sobre la ciudad. Los nómadas de la ciudad van retornando a sus lechos subrepticios, para volver a la urbe cuando el crepúsculo caiga y el cielo se sonroje tanto como en el alba. Voy de regreso a casa filosofando, transfigurando recuerdos y moldeando teorías, y allí va la vieja errante; tal vez filosofando, tal vez moldeando teorías. Perdidos en la ciudad, en el mundo y quizá en algo más grande, vislumbramos simultáneamente el firmamento y pienso que soy tan errante como ellos y que estoy igual de perdido.
© Engel Volkov